EXTRA!



Cuando la enfermedad mira a los ojos mientras realiza con lentitud el movimiento definitivo de la partida, el contrincante se ve
desvalido ante una inclemencia que angustia hasta el desvarío.
Así, como una puñalada
por la espalda, golpea la vida a Olivia cuando un terrible diagnóstico médico
trastoca una rutina que hasta entonces trascurría con calma, entre obras de arte
de la galería que regentaba y los diseños de Lorenzo Caprile con los que la
vejez parece menos amarga.


Concha Velasco regresa a los escenarios con ‘Olivia y Eugenio’,
una producción escrita por Herbert Morote y dirigida por José Carlos Plaza que
llegó a manos de la prestigiosa actriz poco antes de enfrentarse a la misma
enfermedad que sufre su personaje, Olivia.
Las casualidades a veces
son tan terribles como inesperado el destino, que a base de trabajo y talento permitió
que Hugo Aritmendiz y Rodrigo Raimondi se alternen en el papel de Eugenio, el hijo
de Velasco sobre las tablas afectado por el síndrome de Down con el que ambos
intérpretes también nacieron.

La galerista abandonada por un marido alcohólico y ludópata
lleva años sacando adelante a sus hijos sin ayuda de nadie. El mayor, Daniel,
sólo la recuerda cuando necesita dinero. El pequeño, dependiente, siempre ha estado a su lado.
Cuando siente que la vida se
cierra el paso a sí misma, Olivia se plantea renunciar voluntariamente al
proceso que la enfermedad trae consigo suicidándose y llevándose a Eugenio
consigo.


Mientras se prepara para el momento, la protagonista repasa los
episodios más dulces y amargos de su vida en un complejo monólogo que flaquea debido a los incontables asuntos que intenta abarcar en pocos minutos. Emociona,
sin embargo, el ajuste de cuentas que lleva a cabo con su hijo en una reflexión
llena de amor sobre la anormalidad con la que a él se le califica en un mundo en
el que la delincuencia, la mentira y, en definitiva, el mal, acaban pareciendo
normales a base de abrir cada telediario.

El vínculo especial que une a madre e hijo deriva en un
desenlace acelerado en el que la desesperanza se transforma en la esperanza que
conserva el que ama y se siente amado. La escenografía, sobria y sencilla,
recrea el salón de la familia en el que transcurre toda la trama. Concha Velasco realiza una interpretación
brillante sobre la que recae la mayor parte de un texto en el que el papel de
Hugo causa sonrisas tiernas entre el público
con cada frase de un inocente
personaje al que se advierte un importante trabajo de expresividad.
Contrasta la calidad interpretativa con un texto ligero al
que quizá le falle el ángulo amable que domina la función. Se
sobrentiende que el autor vierte su propia experiencia
como padre de un niño con dicho síndrome, pero los personajes no llegan a
resquebrajarse ante una situación que se presenta como extrema y se resuelve de
forma inverosímil, sin punto de inflexión. A pesar de esto, el espectáculo dispara al corazón
poniendo sobre la mesa la importancia de los seres queridos a la hora de ser
felices por encima de todo.