EXTRA! 

A veces se abalanzan y te derriban, inmovilizándote y
haciendo que te desprendas de la sonrisa cuando menos lo esperas. Llegan sin
ser invitados, sin pedir permiso, y te miran con rencor o delicadeza. Los
recuerdos te agarran y no te sueltan, atrayendo remordimientos que salen a la
luz y se sienten en carne viva. De eso mismo trata ‘El largo viaje del día hacia la noche’, el magnífico texto del dramaturgo norteamericano Eugene O’Neill,
ganador del Nobel en 1936, que vuelve a los escenarios españoles en una acertadísima
versión de Borja Ortiz de Gondra dirigida por Juan José Alfonso.


La pieza teatral más importante de O’Neill se instala, hasta
el próximo 30 de noviembre, en el Teatro Marquina de Madrid con un elenco al
que no se le puede sacar defecto alguno en esta tragedia en la que cuestiones
como el sueño americano, el sentido de la vida y las relaciones humanas desgarran
a una familia cuya vida vemos transcurrir como un viaje hacia las profundidades
de sus sombras
, desde la mañana hasta que la noche extiende su negro manto.

Dos consolidados actores como Mario Gas y Vicky Peña se meten en la piel de James y Mary Tyrone, el matrimonio de esta producción desgarradora con unos
personajes llenos de conflictos psicológicos en la que elementos simbólicos
como la niebla o la siniestra sirena de un faro hacen todavía más dura su angustiosa
atmósfera. Ambos intérpretes están soberbios en dos papeles llenos de matices que
exigen durante más de dos horas lo mejor de sí mismos.
Juan Díaz (Edmund
Tyrone)
y Alberto Iglesias (Jamie Tyrone) encarnan con maestría a los hijos de la pareja en un tejido dramático en el que la tortura de sus personajes es
continua. El breve papel de Mamen Camacho como la sirvienta de la familia sirve
para aportar ciertas dosis de humor desde el otro lado del espejo.

Cuatro sillas, un par de mesas y un jarrón conforman todos
los elementos del atrezzo que necesita
una producción que centra su atención en la fuerza de las palabras
y no precisa
de decorados que despisten al espectador. En cuanto a su escenografía, los personajes
se mueven sobre un proscenio elíptico inclinado rodeado de una cortina blanca a
través de la que vemos las nubes oscuras y el aleteo de las aves. Los colores
suaves que Elisa Sanz ha elegido para el vestuario concuerdan con el caluroso
día de agosto en el que se desarrolla la historia. 

Es una delicia mirar a los lados desde la butaca y ver a todo el público
embelesado con los fracasos y frustraciones de una familia que vive su propio
exorcismo según va dejando salir sus demonios hasta que la armonía familiar
desaparece. La intensidad del texto no merma la humanidad que aflora en el
fondo de esta tragedia moderna con la que O’Neill intenta ajustar cuentas con su
pasado y entender a sus seres queridos.
Los personajes son los propios padres del autor, su hermano
mayor y él mismo. Una autobiografía que O’Neill no quiso que se llevase a las
tablas hasta 25 años después de su muerte, un deseo incumplido que sin embargo
permitió mostrar con antelación su valor artístico en una pieza antológica en
la que la piedad acaba convirtiendo la furia en amargura.