EXTRA!

La literatura define a todos aquellos que se han
dejado embaucar por el magnetismo de sus historias.
Encuentra su refugio en
los que decidieron experimentar sus páginas. Y goza de permanencia cuando el
paso de los años no hace más que realzar su magnitud, alcance y
espectacularidad.


Juan Mayorga, dramaturgo contemporáneo, recoge en ‘El chico de la última fila’ (hasta el 10 de noviembre en el Teatro Galileo) todo aquello que convierte a la literatura en
cómplice, amante y asesina. Proyecta en uno de sus personajes al protagonista y deja que, fluidamente, el joven alumno se convierta en un
manipulador a través de la escritura.

Germán, filólogo y maestro, es el perfecto ejemplo
de aquellos que, seducidos por las palabras, se hallan inmersos en una historia
de la que ni escapan ni quieren encontrar salida.
Tratando de transmitir a los
estudiantes el entusiasmo que él mismo procesa, sólo se topa ante rostros
inertes que esperan con indiferencia que transcurran los 50 minutos de
lección.

Claudio, el joven alumno, supone una liberación. La
proyección de sueños a medio construir.
La ilusión de la enseñanza. La
complicidad de los que saben que sólo entre ellos se entienden. Sentado en la
última fila y haciendo gala de un lenguaje pulcro y cuidado, el estudiante
logra captar la atención del profesor narrándole la historia de Rafael, un
compañero de clase serio y anodino. Relatando por episodios los diferentes
acontecimientos transcurridos en la casa de su amigo, Claudio atrapa lector
y a su mujer,
que obsesionada por sacar a flote su galería, encuentra
entretenimiento y amparo en los folletines que su marido le enseña diariamente.

Con una imaginación desbordante y una puesta en
escena minimalista, la actuación de los roles viene determinada por la luz, que
en pleno vaivén, implica al espectador en un devenir excéntrico de personajes.

Los flexos son quienes determinan quién es el que está hablando y quién toma la
partida. Las mesas de la escuela se convierten en espacio de pedagogía y
filosofía. Exaltación y discusión. Realidad y ficción.


El texto de Juan Mayorga, originalmente escrito para
teatro y trasladado a la gran pantalla por Françoise Ozon, encuentra su mejor
expresión en la espontaneidad que supone la interpretación. Los personajes,
siempre exagerados por un adolescente en plena ebullición, provocan la risa y
transmiten el hechizo de la subjetividad. Envueltos en los tópicos de la típica pareja de clase media, los padres de Rafael se convierten en la envidia de aquel
que escribe, convirtiéndose así una familia humilde en el objeto de deseo y
obsesión del joven escritor.

Provista de elementos inquietantes y continuas
referencias a la literatura, la obra evoluciona a medida que lo hacen los
personajes, compenetrándose y entendiéndose, convirtiéndose inmediatamente el
uno en el espectador implícito en la vida del otro.

La historia de los personajes se convierte en el
presente del espectador, que bombardeado por continuas referencias a Tolstói,
Dostoyevski
o Joyce, se ve involucrado en el incesante cambio de estilo y la
perpetua lucha por mantener vivo el interés.



La ficción y la realidad encuentran su armonía en las páginas que las definen. Y son ellas quienes motivan las composiciones y desasosiegos de los dos personajes que conforman el trasfondo de la historia. La literatura se convierte en la más fiel y constante acompañante. Porque al fin y al cabo, la vida, sin cuentos, no merece la pena.