EXTRA!



Nadie ha llegado a explicar del todo cómo una persona tan
mediocre como Hitler pudo ejercer una influencia tan aberrante sobre los
alemanes.
Maestro de la puesta en escena, supo narcotizar a las masas con su
retórica, convirtiéndose en la pérfida encarnación de un colectivo que vociferaba la grandeza nacional ante el hundimiento social existente. La discriminación, persecución
y exterminio es una deshonra que aún persigue a todo un país.


Estrenada en el Theater Bellevue de Ámsterdam el 16 de
diciembre de 1975, la ópera ‘El emperador de la Atlántida o la abdicación de la muerte’ fue creada por el pianista y compositor Viktor Ullmann en el campo de
concentración de Terezín
, un lugar donde los nazis encerraron a miles de
judíos, muchos de ellos artistas, utilizando sus instalaciones como ejercicio
propagandístico que mostrar al mundo, presentando como idílico un lugar donde
más de 30.000 personas fueron asesinadas y otras 90.000 fueron deportadas a campos como Auschwitz, infierno en el que el propio compositor y libretista acabaron muriendo.

Sátira feroz sobre el totalitarismo, la pieza cuenta la
historia del Emperador de la Atlántida (caricatura de Hitler), un hombre que
declara la guerra universal, en la que La Muerte se convierte en líder
. Cuando
esta se rebela rompiendo su espada, los planes del Emperador se vienen abajo.
Del odio entre soldados surge el amor, mientras miles de personas agonizan sin
poder liberarse. Un trato sobre la mesa: el regreso de La Muerte si el Emperador
se convierte en la primera víctima.

El Teatro Real de Madrid acoge hasta el próximo 18 de junio
una producción que presenta el espectáculo de Ullmann con una innecesaria revisión
para gran orquesta a cargo del director musical Pedro Halffter, que transforma
la precariedad del original en un despliegue tan solemne como
excesivo
, aun teniendo en cuenta la excelente labor habitual de la Orquesta Titular
del coliseo. Lo mismo ocurre con la escenografía de
Ricardo Sánchez Cuerda, utilizando el feísmo como fuente de expresión que
satura más que impresiona.

Cabe subrayar que el montaje del Teatro Real, coproducción con
el Teatro de la Maestranza de Sevilla y el Palau de las Arts Reina Sofía de
Valencia, comienza con un prólogo de algo más de 30 minutos en el que la
gran actriz Blanca Portillo – vestida de caballero y haciendo uso de la siempre cuestionada microfonía – narra 12 fragmentos del hermoso y terrible poema de Rainer Maria Rilke ‘El canto de amor y muerte del corneta Christoph Rilke’
, tomando posteriormente la
música el protagonismo en el ‘Adagio in memoriam Ana Frank’, ambas a
partir de diferentes movimientos de la ‘Sonata para piano número 7’ de Ullmann.

Las proyecciones del prólogo contextualizan una ópera – de apenas una hora de duración – en la que una gran rueda giratoria y un
escenario rojo se enfrentan a una pared de fondo que se vuelve transparente
cuando la trama lo requiere. Cruda en su libreto e interpretaciones, brillan
las actuaciones del barítono Alejandro Marco-Buhrmester en el papel del Emperador,
el bajo Torben Jürgens como La Muerte y la mezzosoprano Ana Ibarra como el
Tambor Mayor. De alabar es también el trabajo del tenor Roger Padullés como
Arlequín y el de las bailarinas Cristina Arias y Carmen Angulo.
Hielan la sangre del espectador las escenas que se desarrollan en
el palacio de Gobierno a la par que desasosiega ver a las personas que
cruzan de un lado al otro las tablas, desorientadas ante una situación que llega
al desgarro en las cámaras de gas, cuando la rueda de la muerte vuelve a ponerse en marcha. El himno alemán de Haydn y los ecos cabareteros del compositor Kurt Weill se
integran en una producción a la que la reorquestación hace un flaco favor
,
diluyendo el simbolismo de la pieza original a pesar del aplauso generalizado
de todos los presentes.





David Molina.