EXTRA!



Cuando un pueblo vive mal
informado y se deja llevar a ciegas por sus instintos sufre un equívoco en su lógica que puede
comenzar de forma anecdótica hasta convertirse en un eslabón esencial de esas
grandes cadenas llamadas totalitarismos.
Sobre la propagación y aceptación de la degradación generalizada del nazismo escribió Eugène Ionesco en ‘Rinoceronte’, la fábula dramática que Ernesto Caballero retoma en el Teatro María Guerrero. El teatro del
absurdo no lo es tanto en tiempos de desesperación social y aumento de extremismos
que resultan más amenazantes de lo que parecen a simple vista.


La trama transcurre en una
pequeña ciudad de provincias en la que un buen día aparece un rinoceronte que
perturba la vida de la comunidad, generando un efecto de contagio que transforma
a las personas en paquidermos. Lo que al principio se vive como un movimiento
minoritario de exaltados se transforma en una inercia colectiva que fortalece a
la manada debilitando a quien piensa por sí mismo.
Pepe Viyuela personifica con su papel de Berenger el pensamiento discordante ante la alienación.

El espectáculo cuenta con una
gran carga crítica y una actuación soberbia por parte de Fernando Cayo, que
demuestra su versatilidad en una de las escenas más impactantes del montaje,
donde se sirve de su voz y físico para mostrar una violentísima metamorfosis
que corta la respiración.
Durante tres actos claramente diferenciados, la
epidemia arrasa con todos convirtiendo en un chiste el significado de la
dignidad humana.


El Berenger de Viyuela queda tan
abocado a la soledad como deslumbrado por la potencia de Cayo y el encanto
inhumano de
Fernanda Orazi, musa del dramaturgo argentino Pablo Messiez, que cada día está
más inmensa sobre las tablas. El extenso reparto lo completan una serie de
actores con trayectoria en teatro que se mueven entre la platea durante las
dos horas del montaje, haciéndolo más dinámico pero complicando el disfrute del público de las primeras filas y del gallinero, unos con giros de cuello
constante y otros sin posibilidad de visionar lo que no ocurre sobre el
escenario.

La programación del título en
estos momentos es tan oportuno como habitual que la individualidad se vea subyugada a los fenómenos de masas que no requieren ni de pensamiento
crítico ni de responsabilidad. El adormecimiento de la mente se justifica con
las bondades del entretenimiento mientras el ciudadano se concibe como un sujeto
pasivo sin voluntad ni criterio.
La experiencia teatral de ‘Rinoceronte’ es artística y técnicamente soberbia, y la escritura dramática se
conjuga a la perfección con otros lenguajes escénicos que se pueden ver en
escena junto a una excelente escenografía de Paco Azorín y un brillante trabajo
de iluminación por parte de Valentín Álvarez. A la altura, también, el
vestuario de Ana López y las espeluznantes máscaras de Asier Tartás con
las que se borra la identidad del individuo que se convierte en parte
indiferenciada de la masa. La esperanza, eso sí, queda
en manos de ese último hombre que no renuncia a pensar por sí mismo. Por
suerte.